Por lo menos la mitad de la población humana en la prehistoria eran mujeres. Sin embargo, esa mitad parece haber sido borrada de museos, libros de texto y relatos oficiales. ¿Por qué?
Desde los primeros mitos fundacionales, como el bíblico relato de Eva —nacida de la costilla de Adán, sin madre y como derivación del varón—, se ha proyectado una visión del mundo donde lo femenino es secundario, derivado, accesorio. Un símbolo de la desvalorización estructural que marcaría a la mujer durante siglos.
A lo largo de la historia, el género —entendido como una construcción cultural y social— ha estado mediado por creencias profundamente arraigadas: religión, clase, etnia… y una jerarquía simbólica que ha legitimado el dominio masculino como “natural”. La filósofa Luce Irigaray lo denominó falocentrismo: una lógica que sitúa lo masculino como medida de todas las cosas, hasta incrustarlo en el inconsciente colectivo.
Este sesgo también ha permeado la arqueología. Allí comienzan los problemas cuando se intenta visibilizar a las mujeres del pasado. Ante la escasez de fuentes, se impone una narrativa sin pruebas suficientes: que ellas se dedicaban al cuidado, a las tareas del hogar, a la sanidad. Y si en una tumba aparece una mujer con tejidos, se concluye que tejía. ¿Pero y si no era así? ¿Y si esa interpretación es solo un reflejo de nuestros prejuicios?
Las mujeres prehistóricas también cazaban
La división sexual del trabajo, que solemos asociar con los orígenes de la humanidad, no es universal ni inmutable. En sociedades cazadoras-recolectoras como las de Japón o Australia, se han documentado mujeres que participaban activamente en la caza mayor. En la agricultura, las mujeres caminaban kilómetros con hijos a cuestas para recolectar frutos, semillas y cereales. Cuidaban, sí, pero también producían.
Durante la Edad Moderna, los grandes filósofos sostenían que la mujer era, por naturaleza, incapaz de gobernarse a sí misma. Una “eterna menor de edad”. Y en la Revolución Francesa, se les negó el acceso al contrato social, pese a haber liderado insurrecciones históricas como la Marcha sobre Versalles. Olympe de Gouges, autora de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana (1791), fue silenciada y guillotinada.
La historiadora Gerda Lerner definió el patriarcado como una construcción histórica: el dominio institucionalizado del hombre sobre la mujer y los niños. No es un sistema natural, sino cultural, y ha moldeado durante siglos la manera en que se distribuye el poder, el saber y la memoria.
Conclusión
Hoy, la arqueología feminista busca desmontar ese relato único. No solo para “incluir” a las mujeres, sino para reescribir la historia desde otras miradas. Para preguntarnos, con honestidad, quiénes construyeron el mundo. Para dudar de lo que creímos saber.
Porque al menos la mitad de quienes habitaron la prehistoria eran mujeres.
Y no las vemos en los museos.
Es hora de mirar otra vez.